Texto Presentado en el:
3° Coloquio Interdisciplinario de la Facultad de Filosofía y Letras UNAM
PENSAMIENTO: PROYECTOS Y EXCLUSIÓN
Mauricio Arcila Arango
Historiador
LOS NOMBRES DE LO INNOMBRABLE (FUNCIÓN: MUERTE DE
AUTOR)
¿Qué es un Autor?[1], es la pregunta planteada por Michel Foucault en la
conferencia del 22 de febrero de 1969 ante la Sociedad Francesa de Filosofía, y
que intenta abordar desde diferentes perspectivas la -función-sujeto- en
relación a los discursos de poder y enunciados de verdad. En base a esta pregunta ¿Qué es un Autor?, se busca poner en tención con: “el
nombre del autor” y la “posición del
autor”, para dar cuenta de los conflictos existentes, entre el
pensamiento-proyecto-obra-exclusión y muerte de autor.
El presente
análisis no busca dar una respuesta a tales problemáticas, solo veremos algunas
interpretaciones que se dan a la sombra de este –sujeto no subjetivo- para
tratar de comprender las relaciones de poder y conflictos entre autor - obra,
nombre de autor – sujeto, que permita problematizar la función del arte, en la
dicotomía sujeto-sociedad. La pregunta aquí planteada se desprende directamente
de la fórmula de Beckett que enuncia: “Qué
importa quién habla, dijo alguien, que importa quién habla”, Foucault nos
dice que esta indiferencia, este
desconocimiento a la pregunta es donde se afirma y se constituye el principio
ético, el papel del Autor en este sentido es muy importante, porque nos muestra
claramente ¿quién es el sujeto que enuncia? y ¿para qué enuncia? -como
principio ético- y con una finalidad especifica.
La noción
de autor constituye uno de los momentos más importantes y fuertes del proceso
de individuación en la historia de las ideas,
del conocimiento, de la literatura y de las ciencias humanas y exactas
en general; tanto que al considerar cualquiera de estas unidades, su
interpretación seria relativamente débil, si tenemos en cuanta el papel
fundamental que juegan en ellas las funciones de autor y de obra. En este
sentido el sujeto que crea se desprende de su propia aprensión, se libera de sí
mismo en el momento que surge de sí, una nueva forma, un nuevo sistema y una
nueva interpretación; esta nueva forma, sistema e interpretación al hacerse
visible, enunciable, al tomar forma se convierte automáticamente en objeto del
discurso; por lo que el papel de lo ético no juega en este sentido un papel
secundario, sino de primer orden; Foucault nos dice al respecto: “Digo -ética- porque esa indiferencia no es
tanto un rasgo que caracteriza la manera en que se habla o en que se escribe;
es más bien una suerte de regla inmanente, retomada sin cesar, nunca
completamente aplicada, un principio que no señala la escritura como resultado
sino que la domina como practica”.[2]
Esto que
Foucault denomina como práctica, practica de la escritura, la podríamos pensar
desde la creación poética; y es que para el filósofo “la escritura de hoy se ha liberado del tema de la expresión: no es
referida más que a sí misma y sin embargo no es tomada bajo la forma de la
interioridad; se identifica con su propia exterioridad desplegada” [3]
Todo esto quiere decir que la escritura y más aún la poesía es un juego de
signos ordenados de menos hacia su contenido que hacia la naturaleza misma del
significante; si es que en este sentido del lenguaje cabe hablar de naturaleza;
y si la naturaleza del significante es el desbordamiento del significado. Esto
que para otros puede ser la irregularidad de la escritura misma, es
experimentada por el terrorista de los conceptos que al mejor estilo
Nietzscheano, bordea los límites del abismo y transgrede indeterminadamente,
invirtiendo las regularidades que antes eran aceptadas como juegos en la
escritura; este juego de escrituras inefables van más allá de sus reglas y
pasan a niveles exteriores, en cuanto han surgido como creación y perduran en
los umbrales de maneras reconfiguradas. Este juego que permite la escritura re
significativa y desbordada no exalta el solo gesto de escribir, sino que trata
de ir más allá, no para atrapar a ningún sujeto; “se trata de la apertura de un espacio donde el sujeto que escribe no
deja de desaparecer.”[4]
La
posibilidad de desaparecer en la escritura ha sido negado desde la filosofía
antigua y los principios platónicos, que sustentaban como base fundamental la
eternidad de las ideas y por ende la eternidad para quien vivía conforme a
estas; pero la filosofía de nuestros días tiene una visión muy diferente donde
la muerte es precisamente la que nos permite articularlos en la “certeza” de un
mundo donde, no hay orden, no hay origen,
no hay fin, no hay verdad, no hay continuidad.
Nuestra cultura ha metamorfoseado ese tema del relato
o de la escritura hechos para conjurar la muerte; la escritura está ahora
ligada al sacrificio, al sacrificio incluso de la vida; borradura voluntaria
que no tiene que ser representada en los libros, ya que se cumple en la
existencia misma del escritor. La obra que tenía el deber de traer la
inmortalidad ha recibido ahora el derecho a matar, de ser asesina de su autor.[5]
La relación
mortífera que se da entre la escritura y el autor también se manifiesta en la
borradura de los caracteres individuales del sujeto que escribe; escritura y
autor pasan a formar márgenes de un abismo separados por infinidad de
interpretaciones y conceptos, la diferencia entre el sujeto y lo que escribe,
el sujeto en cuanto escribe puede no ser él, y en este sentido despista todos
los signos de su individualidad particular, el escritor ya no es más que la
ausencia de su propia creación y ahora le es preciso ocupar el papel del muerto
“en el juego de la escritura”.[6]
Llegados a
este punto, donde todo pareciera indicar que el escritor crea en cuanto se mata
a sí mismo y que la obra no es más que su propio sepulcro, podemos volver a
Foucault que nos pregunta: “¿Qué es una
obra?, ¿qué es entonces esa curiosa unidad que designamos con el nombre de
obra?, ¿con que elementos está compuesta? ¿No es acaso una obra lo que ha
escrito quien es un autor? Vemos surgir las dificultades, Si un individuo no
era un autor, ¿acaso podríamos decir que lo que ha escrito, o dicho, lo que ha
dejado en sus papeles, lo que se ha podido referir de sus declaraciones, podría
ser llamado una “obra?” [7]
Tampoco
pretendemos tratar de responder aquí que es una obra y mucho menos dar luces
sobre el asunto; volveremos a las sombras de los cadáveres de Dios y del
hombre; el postulado trágico que hemos tratado de mostrar aquí se hace evidente
en cuanto la escritura es el primer testimonio, lo que posibilita la relación
entre autor y obra es la muerte, que los crea en cuanto se separan de sí mismos.
La
disección Foucaultiana entre los diferentes nombres que juegan en relación a la
función-autor, no es una referencia pura y simple, ya que el nombre propio es
algo imposible de convertir y siempre va a designar a un sujeto determinado,
aunque igualmente que el nombre de autor tiene otras funciones indicativas. “Es más que una indicación, un gesto, un dedo
apuntando hacia alguien; en alguna medida, es el equivalente de una
descripción.”[8]
La separación que marca el nombre propio y el nombre de autor es de carácter
abismal, ya que están situados en los dos polos de la descripción y la
significación, no obstante es aquí donde aparecen las dificultades particulares
en la descripción del -hombre-. El –hombre tras el vínculo de nombre propio y
nombre de autor, no funciona, ni corresponde de la misma manera a las funciones
que se nombraron anteriormente al nombre propio ya que “El nombre de autor no es exactamente un nombre propio como los demás”.
Foucault nos muestra que la diferencia fundamental está dada por que “un nombre de autor no es simplemente un
elemento en un discurso (que puede ser sujeto o complemento, que puede ser
remplazado por un pronombre, etc.)
Ejerce un determinado papel con relación al discurso: garantiza una
función clasificatoria; un nombre semejante permite reagrupar un determinado
número de textos, delimitarlos, excluir algunos, oponerlos a otros”.[9]
El poder
del nombre de autor funciona con características muy determinadas dentro de los
modos de ser de los discursos; el nombre autor, posibilita el hecho de poder
decir “esto ha sido escrito por tal” o
“tal es su autor”, lo que indica que el enunciado del discurso no es una
palabra vana e indiferente, no es una palabra que se va; indica todo lo contrario que las palabras deben ser
recibidas y entendidas de cierto modo; y que las culturas que enuncian esas
palabra, las enuncian con estatutos y roles determinados.
Si nos
preguntamos de nuevo por nuestro hombre tras los nombres, veríamos a un
ente que viaja desde el interior de su
propio discurso, como individuo real, al exterior que lo produce; de alguna
manera, el hombre tras los nombres es el límite de los textos, es el recorte de
lo que sobra de la obra, es la huella del artista, es el manifiesto de su
propio ser que se ha echado a menos, en otros términos, el hombre tras los
nombres es un perro detrás de una caravana que no le pertenece.
El hombre
tras los nombres se manifiesta como acontecimiento de un discurso determinado,
un estatuto que rige poder en el interior de la cultura; es burócrata, ejerce
su estado civil, pero escapa en la ficción de la obra, se sitúa en la ruptura
que el mismo instaura en las falacias de grupos determinados y sus modos
singulares de poder. “Podríamos decir en
consecuencia que en una civilización como la nuestra hay un determinado número
de discursos que están provistas de la función de “autor”, mientras que otros
están desprovistos de ella”. [10]
En el
trasfondo del hombre la función-autor es la que caracteriza su modo de
existencia y le permite la circulación y el funcionamiento de discursos dentro
de la sociedad; además que desde la perspectiva de Foucault “La muerte del hombre es un tema que permite
sacar a la luz la manera en que el concepto hombre ha funcionado en el saber…” El
hombre tras los nombres enuncia todos los discursos, ejerce cualquier estatuto,
posee todas las formas y ejerce todos los valores, independiente del
tratamiento a que lo sometan. El hombre tras los nombres se desarrolló en el
anonimato del susurro, siempre se escuchan las palabras repetidas que dicen que
es él, pero en verdad nadie se atrevería a pronunciar su nombre es voz alta. El
hombre tras los nombres es: ¿Quién ha hablado
realmente? ¿Es en verdad él y nadie más? ¿Con que autenticidad o que
originalidad? ¿Y ha expresado lo más profundo de sí mismo en su discurso?- [11]
El hombre tras los nombres dice: ¿Cuáles
son los modos de existencia de ese discurso? ¿Desde dónde se ha sostenido, cómo
puede circular y quién puede apropiárselo? ¿Cuáles son los emplazamientos que
se reservan allí para sujetos posibles? [12]
El hombre tras los nombres pregunta:
“¿Quién puede ocupar esas diversas funciones del sujeto?- Y detrás de todas
estas preguntas no se oiría más que el ruido de una indiferencia –“Qué importa
quién habla, dijo alguien, que importa quién habla”- - No hay sujeto absoluto”.[13]
[1]
Conferencia en la Sociedad Francesa de Filosofía el 22 de febrero de 1969,
publicada en el Bulletin de la S.F.P
julio-septiembre de 1969. (De Littoral
n° 9, Junio de 1983. Traducción de Silvio Mattoni.
[2]
Ibíd. Pág. 39
[3]
Ibíd. Pág. 39 - 40
[4]
Ibíd. Pág. 39 - 40
[5]
Ibíd. Pág. 40
[6]
Ibíd. Pág. 40
[7]
Ibíd. Pág. 41
[8]
Ibíd. Pág. 44
[9]
Ibíd. Pág. 45
[10]
Ibíd. Pág. 46
[11]
Ibíd. Pág. 60 - 61
[12]
Ibíd. Pág. 60 - 61
[13]
Ibíd. Pág. 60 - 61
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